V |
oy a matar a alguien…
¡Pum, plaf, crash!
¿Dónde coño se ha metido ese
hijoputa? —gritó Hesham a sus compinches, propinando patadas a las sillas y
manotazos por doquier a los vasos de whisky sucios de la mesa.
—¡No lo sabemos jefe! —respondió
asustado su lugarteniente.
—¡No lo voy a repetir! ¡Buscadlo y
traédmelo aquí!
—De acuerdo jefe —repitieron al
unísono los tres libios que se encontraban en el destartalado despacho.
—¡Quiero verle colgado por los
huevos! —insistió.
—Nos ponemos a ello jefe. ¡In sha
Allah! —concluyó Hamsa.
En la improvisada oficina ubicada en una
vieja empresa de reparación de motores de barcos en el puerto libio de Marsa
Brega, Hesham, uno de los principales capos de la droga de Libia, no paraba de
proferir gritos e insultos a los suyos. Se intuía que rodarían cabezas, y con
toda seguridad de forma violenta.
De eso no había duda.
El olor al sudor que emanaba del
cuerpo cuando el miedo se apodera de la mente era tan fuerte que ni con «zotal»
hubiera desaparecido. Los tres empleados del capo no sabían dónde esconderse.
—¿Y la pasta que nos tiene que pagar
el español dónde está? —chillaba el libio, con una voz tan profunda que
aterrorizaba a los presentes.
No se trataba de un español sino de
un desnaturalizado libio, Muhammad Aziz, al que sus paisanos apodaban el
español porque le había ido cambiado el deje árabe con el paso de los años de
residencia en España.
—Todavía no la tenemos —respondió el
lugarteniente—. Quedamos en que nos pagaría Saad, su hombre de confianza aquí. Iba
a recibir el dinero a través de una hawala, pero a día de hoy no sabemos dónde
está Saad tampoco. Era un sistema de pago efectuado por un tercero sin
necesidad de bancos ni transacciones, lo que no dejaba rastro financiero alguno.
—¡Pues quiero sus huevos también y
que su lengua asome por su garganta! ¡Después lo colgáis en su propia casa,
delante de sus hijos! ¡Así se pensará dos veces antes de tratar de engañarme!
Asintieron sin decir ni una palabra,
ni mover ningún músculo.
—¡Parecemos gilipollas, coño!
¡Encontradlo ya! ¡Que no se le ocurra a nadie regresar sin ellos! أنا في ورطة —estoy jodido en árabe—, concluyó
el violento capo, que a esas alturas profería insultos en todos los idiomas.
—Esto me huele a que nos han podido
vender —murmuró Hamsa, sin mirar a nadie en concreto—. O alguien nos ha traicionado,
o se han quedado con el material directamente. ¡Os advierto que van a rodar cabezas!
—¡¿Crees que el jefe nos va a
responsabilizar a nosotros, que nada hemos hecho?! —comentó con la voz quebrada
Ismail—. Estoy dispuesto a dar hasta mi última gota de sangre por la causa,
como lo haría un mártir, pero, ¿sin tener la culpa de nada?
—Si no aparece el cargamento —prosiguió
Hamsa—, no nos salvará ningún rezo. Tampoco hará falta que regresemos a ningún sitio
porque se desharán de nosotros en un plis plas.
Los tres giraron la cabeza al mismo
tiempo para mirar al segundo jefe. Nadie se le ocurrió hacer más comentarios.
No dejaba de gritar de dolor mientras
tres varones de etnia gitana no paraban de golpearle con fiereza en todo el
cuerpo.
—¡Cabrón, tu vas a pagar todo esto!
—le gritaba al oído el más viejo.
—¡¿Dónde está la mercancía?! —vociferaba
otro de los hombres, mientras le sacudía fuertemente con un listón de madera en
la cabeza.
—¡No lo sé! —chillaba entre gemidos y
llantos el libio.
El tercer varón, al parecer el más
violento de los tres, sostenía una palanca de hierro con muy malas intenciones,
mientras los otros dos, que a todas luces parecían ser familiares el uno del
otro, trataban de ahogarlo agarrándolo fuertemente del cuello para extraerle a
la fuerza esa comprometida información: el lugar donde se encontraba la droga o
el dinero estafado.
—¡O me dices dónde está la droga o te
mataré aquí mismo y ahora, hijoputa!
Aziz, a pesar de que quería hablar,
apenas podía abrir la boca. Tenía la mandíbula fracturada por varios sitios.
—¡Te lo voy a decir por última vez
cabrón! —dijo el que se había mostrado más violento, un joven de pelo ondulado y
media melena morena, de complexión fuerte, y con la parte de piel descubierta
completamente tatuada—. ¡¿Dónde está la mercancía?!
—¡No lo… sé…! —Apenas le salía un
hilo de voz al libio.
La barra de hierro zumbó antes de
golpearle en la cabeza con un impacto duro que le dejó medio noqueado.
—¡Mientes! —le gritó cara a cara,
mientras le escupía en el rostro.
—¡Te prometo que no la tengo yo! ¡Ha
debido cogerla la policía!
—¡¿La policía?!
—¡Tengo que hacer una llamada! —soltó a duras penas, lloriqueando, con la voz
rota por el dolor causado por sus graves heridas.
—¡Llama! ¡Rápido! ¡¿Y cómo no
aparezca la pasta o la droga…?! ¡Mataremos a tu mujer y tus hijos también!
Muhammad empalideció en el momento en
el que comenzaron a hablar de su mujer. Ellos no sabían que no tenía hijos.
—¡Hacedme lo que queráis a mi, pero a
ella no! —susurró entre vagidos—. ¡No le hagáis nada malo! ¡Os lo suplico!
—¡Déjate de historias y dime dónde
está la puta droga! —señaló el gitano tatuado, levantando la palanca de hierro
nuevamente—. ¡De la próxima no te levantas de la silla!
El secuestrado no acertaba con el
número al que debía llamar, manipulando el teléfono con la única mano con la
que podía hacerlo.
De repente lo desataron rápidamente,
taparon sus ojos con un trozo de tela y a toda prisa lo trasladaron
violentamente hasta el maletero de un coche. Una vez en el interior sufrió embestidas
y golpes hasta que, trascurrida una hora, el vehículo se detuvo. Lo extrajeron
del maletero y llevaron hasta el interior de otra vivienda.
El nuevo emplazamiento olía también
fuertemente a sudor y a una mezcla de amoniaco y orina. Estaba casi vacío de
mobiliario.
Una vez sentado a la fuerza en un
viejo sofá pudo efectuar la llamada telefónica.
—La droga la han pillado en Italia
los Carabinieri —esbozó con una voz
suave, mientras le volvían a atar al sillón.
—¡Me da igual, tu vas a pagarnos lo
que te adelantamos!
—¡No tengo el dinero por favor,
tenéis que creerme!
—¡Entonces prepárate porque de aquí
no saldrás vivo, ni tu familia tampoco!
—Pero os lo conseguiré…
—¡¿Que lo conseguirás…?! ¡¿Pero,
crees que somos gilipollas?!
—¡Claro que no!
—¡Has tenido tu oportunidad, cabrón
hijoputa! Deberías saber que, en este mundo, el que la hace la paga…
En ese momento, se oyó un ruido
procedente de la puerta. Todos se giraron para ver quién trataba de entrar en
la vivienda.
En un santiamén irrumpió
violentamente en la casa una mujer de pelo rubio, sangrando por la nariz
acompañada de un varón muy delgado, éste venía atado de manos. Ambos sangrando
y con las ropas sucias, como de haber sido arrastrados por el suelo. Los traían
de otra residencia donde los tenían retenidos.
—¡¿Qué cojones…?! —manifestó el libio.
—¡Siéntate en el suelo coño, y tú
también! —dijo uno de los secuestradores a la mujer y su acompañante.
—¿Ahora qué, me crees o no? —gritó al
oído el tatuado, que parecía llevar la voz cantante—. ¡Tenéis el día de hoy
para devolvernos la pasta!
—¡Pero no la tengo, joder!
—¡Pues adiós hermano! ¡Hasta aquí
hemos llegado! Esto os lo habéis buscado vosotros solitos.
Sin dilación los tres hombres se
abalanzaron contra los secuestrados con duros y violentos golpes.
Salir de allí vivos sería todo un
milagro…
Sonó el teléfono móvil del Inspector
de Policía Rogelio Bonilla, Roy para
los más allegados. Se incorporó del sofá donde estaba recostado, descansando. Se
hizo con el terminal de encima de la mesita de comedor, y al ojearlo pudo
observar que se trataba de un número oculto. En contra de su habitual manera de
actuar, respondió a la llamada, a pesar de haber sido continuamente advertido
por los viejos profesores de la Academia de Policía.
Estaba temporalmente en Madrid, en
casa de un colega que conocía desde sus inicios en la policía, realizando un
curso de Ofimática. Escribir informes era su ‘talón de Aquiles’. A pesar de ser
un acérrimo enemigo de los ordenadores, tablets, o cualquier otro artefacto
informático, era consecuente con su uso, dado el mundo actual en el que nos
encontrábamos.
Considerado un policía a la vieja
usanza, se mostraba contrario a dejar constancia por escrito de las cosas, pero
partidario de establecer relaciones provechosas, aunque algunas pudieran
volverse peligrosas sin un mínimo de responsabilidad y algo de cuidado. No
obstante, un poli con mucho éxito en su dilatada trayectoria profesional, con
un extenso grupo de contactos institucionales y callejeros, muchos de ellos choricetes activos, que le
proporcionaban información de calidad y de primerísima mano.
—¿Sí? —contestó Bonilla, mirando
hacia la nada, a través de la minúscula cristalera del salón.
Comenzaban a caer unas gotas de
lluvia en el viejo Madrid. El sonido que producía el impacto de la lluvia en la
chapa del ventanal cada vez sonaba más fuerte, retumbando como ecos
reverberantes en ese pequeño ático en el que residía su apreciadísimo amigo
Israel.
—¿No sabes quién soy? —respondió un
desconocido, con la voz masculina, grave, de marcado acento andaluz.
—Pues no me suena —comentó Bonilla.
—¡Soy tu colega, coño! Tengo que
decirte una cosa muy importante. Vas a ponerte contento cuando sepas de qué va la
historia —insistió el desconocido.
Bonilla, a pesar de haber distinguido
la voz de otras ocasiones anteriores, se hizo el sueco. No era la primera vez
que se veía envuelto en problemas por las gestiones de sus confidentes.
—¡Ah!... Ya sé quién eres joder, ¿qué
pasa tío? —exclamó Bonilla, intentando hacerle ver que no estaba muy interesado
en escuchar lo que tenía que decirle. Estaba enfrascado en otras tareas que no
tenía por qué explicarle, menos a un chivato.
—¿Te acuerdas del libio, ese gordo rapao que estaba casado con la gitana que le llaman «la rubia», la de la familia de
los Zampones, que son de San Juan de
Aznalfarache, ese mamón que intentó colarme los treinta kilos? —soltó el
gitano.
—Espera, no me digas nada más por
aquí —respondió a toda prisa Bonilla, silenciando a su interlocutor. Debía
evitar que se extendiera en la conversación.
Al otro lado del teléfono trataba de
hablar Antonio, un chota conocido en
el mundillo del narcotráfico como «el niñato», por su bonita melena rizada y su
desparpajo para el negocio. Excesivamente joven cuando se inició, se mostraba
algo impetuoso con regularidad, casi siempre nervioso, persistente en su
intento por ascender en el mundillo criminal. Había ayudado recientemente a
Bonilla en un pase de dos kilos de Coca,
transportado desde Málaga a Sevilla en Ave. El Inspector lo aprehendió en los
mismos baños de la terminal de Santa Justa. Se apuntó, gracias a la confitada, un tanto con la detención de
una chica malagueña, Ana, y su acompañante, un curtido hombre de negocios de
Sevilla, Adrián, que, necesitados de cuartos, emprendieron el fatal viaje desde
Málaga hasta Sevilla. Lo habían hecho con anterioridad infinidad de veces y les
había ido bien. Esa vez pagaron por todas las exitosas. Ahora estaban presos.
El niñato y Bonilla se conocían desde
hacía algún tiempo. Se trataba del despabilado hijo de Alfonso, al que conocían
como «pingüino». El mote le iba al pelo porque se movía como ese ave, pero por
las aguas del estrecho. Alfonso fue vecino de Bonilla y lo conocía desde
pequeño, pero también era un conocidísimo narcotraficante de Algeciras venido a
menos. Recluido actualmente en
—¿Qué libio? No recuerdo su nombre en
este momento. De todas maneras, no digas nada por aquí y nos vemos en algún
sitio y hablamos.
Sabía Bonilla que no debía seguir con
la conversación. No era ni la primera vez ni la última que, en el trato con
confidentes, algún colega suyo y él mismo, se habían visto envueltos en algún
que otro lio.
—¿Dónde y a qué hora nos vemos?
—insistió el gitano.
—Ahora no puedo, estoy fuera en unos
asuntos, pero en un par de días te llamo y nos vemos ¡monstruo! Recuerda que no
debes hablar con nadie del tema —le recordó Bonilla al niñato.
Esa conversación dejó intrigado al
Inspector. Rascándose la nariz, mientras miraba su teléfono, buscaba el nombre
de su principal colaboradora, Beatriz, mientras con la otra mano, intentaba
sacar un cigarro del paquete de tabaco que estaba en la mesilla.
Ella era la subinspectora de su
Grupo, segunda al mando y su más estrecha colaboradora, además de su ‘apoderada’.
Una poli de las que ya no quedaban;
extremeña, de treinta y tantos, delgada, casi escuchimizada, con el rostro
siempre pálido y el pelo teñido de rubio por ella misma. Era una de esas madres
solteras independientes, con un crio de ocho años de una fallida relación con
un Guardia Civil que conoció en una operación conjunta en Barcelona. A pesar de
cargar con numerosos problemas personales, era una trabajadora tenaz y
perseverante.
Tenía que llamarla para que le
hiciese unas gestiones antes de la cita, así que, una vez localizado su número,
la llamó:
—Bea… ¿qué haces… estás muy liada?
—le comentó.
—Dime Jefe. Nada que no pueda dejar
para otro momento. Habla sin tapujos —respondió nada sorprendida.
No era la primera vez que recibía
llamadas de su jefe a deshoras. Muchas de ellas bien entrada la madrugada o en
días festivos.
—Ya sé que te habías tomado esta
semana libre, pero si no tienes nada más importante que hacer, mañana nos
vemos en Comisaría. Tengo que deciros algo sorprendente a todos.
—Vale.
—En breve me volveré a reunir con mi fuente y tiene que comentarme algo muy importante. Ponte en contacto con el
equipo y que estén en mi despacho todos a primera hora de la mañana. Es
trascendental —insistió Bonilla.
El Inspector llamó al guaperas a toda
prisa. Apremiaba tener más datos:
—Niñato, insisto, no digas nada por aquí.
—Si.
Nos vemos en un par de días donde
siempre. Espero que cumplas tu palabra y no hables con nadie más.
—Sí…, no te preocupes. Nos vemos allí
en dos días.
Habían quedado ambos en una zona
neutral. Al chota no le interesaba
que le vieran con el Inspector, así que habían acordado con anterioridad
reunirse en persona siempre que fuera un asunto relevante. Para ello habían acordado
siempre, salvo que alguno de ellos tuviera algún inconveniente, la explanada
trasera del estadio Benito Villamarín. Allí podían estacionar sus vehículos
tranquilamente y reunirse en el interior de cualquiera de ellos, sin llamar la
atención.
El día había amanecido lluvioso en
Sevilla. Cumpliendo su palabra de concurrir después de la intrigante
conversación, el joven gitano acudió a la cita. Se introdujo en el Audi A3 de
color azul, vehículo oficial del Inspector, mostrándose muy nervioso,
intranquilo, realizando movimientos y miradas para todos los lados, intentando
divisar no se sabía qué, hasta conseguir cerrar la puerta y sentarse en el
asiento delantero del coche.
—Tengo información sobre el tipo que
buscáis. El traficante libio desaparecido. Tenemos que ser rápidos porque no
soy el único que se ha enterado dónde puede estar —comentó el gitano.
—Vale, no te des tanta importancia ¡mamona!,
que nos conocemos bien; tanto como si te hubiera parido yo mismo, gitano.
¡Habla claro y dime dónde coño está! —insistió enérgico Bonilla, esperando
algún dato relevante, pero sin necesidad de anotar nada en su famosa libreta,
como sí haría un novato de tres al cuarto.
—Me han comentado que lo tienen en
una casa abandonada de la barriada de Torreblanca, cerca del polígono
industrial La Cancela. Ten en cuenta
que hay mucho movimiento por allí. No te prometo que siga vivo si tardáis
mucho.
...CONTINUARÁ...