CAPÍTULO I. MISTERIOSO Y MACABRO HALLAZGO

 


V

oy a matar a alguien…

¡Pum, plaf, crash!

¿Dónde coño se ha metido ese hijoputa? —gritó Hesham a sus compinches, propinando patadas a las sillas y manotazos por doquier a los vasos de whisky sucios de la mesa.

—¡No lo sabemos jefe! —respondió asustado su lugarteniente.

—¡No lo voy a repetir! ¡Buscadlo y traédmelo aquí!

—De acuerdo jefe —repitieron al unísono los tres libios que se encontraban en el destartalado despacho.

—¡Quiero verle colgado por los huevos! —insistió.

—Nos ponemos a ello jefe. ¡In sha Allah! —concluyó Hamsa.

En la improvisada oficina ubicada en una vieja empresa de reparación de motores de barcos en el puerto libio de Marsa Brega, Hesham, uno de los principales capos de la droga de Libia, no paraba de proferir gritos e insultos a los suyos. Se intuía que rodarían cabezas, y con toda seguridad de forma violenta.

De eso no había duda.

El olor al sudor que emanaba del cuerpo cuando el miedo se apodera de la mente era tan fuerte que ni con «zotal» hubiera desaparecido. Los tres empleados del capo no sabían dónde esconderse.

—¿Y la pasta que nos tiene que pagar el español dónde está? —chillaba el libio, con una voz tan profunda que aterrorizaba a los presentes.

No se trataba de un español sino de un desnaturalizado libio, Muhammad Aziz, al que sus paisanos apodaban el español porque le había ido cambiado el deje árabe con el paso de los años de residencia en España.

—Todavía no la tenemos —respondió el lugarteniente—. Quedamos en que nos pagaría Saad, su hombre de confianza aquí. Iba a recibir el dinero a través de una hawala, pero a día de hoy no sabemos dónde está Saad tampoco. Era un sistema de pago efectuado por un tercero sin necesidad de bancos ni transacciones, lo que no dejaba rastro financiero alguno.

—¡Pues quiero sus huevos también y que su lengua asome por su garganta! ¡Después lo colgáis en su propia casa, delante de sus hijos! ¡Así se pensará dos veces antes de tratar de engañarme!

Asintieron sin decir ni una palabra, ni mover ningún músculo.

—¡Parecemos gilipollas, coño! ¡Encontradlo ya! ¡Que no se le ocurra a nadie regresar sin ellos! أنا في ورطة  estoy jodido en árabe—, concluyó el violento capo, que a esas alturas profería insultos en todos los idiomas.

—Esto me huele a que nos han podido vender —murmuró Hamsa, sin mirar a nadie en concreto—. O alguien nos ha traicionado, o se han quedado con el material directamente. ¡Os advierto que van a rodar cabezas!

—¡¿Crees que el jefe nos va a responsabilizar a nosotros, que nada hemos hecho?! —comentó con la voz quebrada Ismail—. Estoy dispuesto a dar hasta mi última gota de sangre por la causa, como lo haría un mártir, pero, ¿sin tener la culpa de nada?

—Si no aparece el cargamento —prosiguió Hamsa—, no nos salvará ningún rezo. Tampoco hará falta que regresemos a ningún sitio porque se desharán de nosotros en un plis plas.

Los tres giraron la cabeza al mismo tiempo para mirar al segundo jefe. Nadie se le ocurrió hacer más comentarios.

 

 

 En una de las habitaciones de una vieja casa de un municipio sevillano, aparentemente deshabitada y un olor exagerado a humedad, Muhammad Aziz se encontraba sentado en una silla, atado por la espalda con unas viejas cuerdas. Sangraba abundantemente por la nariz, boca y antebrazo izquierdo. Además, presentaba una amputación casi a la altura del codo. El resto de brazo cercenado se encontraba arrojado en el suelo, al lado de la silla.

No dejaba de gritar de dolor mientras tres varones de etnia gitana no paraban de golpearle con fiereza en todo el cuerpo.

—¡Cabrón, tu vas a pagar todo esto! —le gritaba al oído el más viejo.

—¡¿Dónde está la mercancía?! —vociferaba otro de los hombres, mientras le sacudía fuertemente con un listón de madera en la cabeza.

—¡No lo sé! —chillaba entre gemidos y llantos el libio.

El tercer varón, al parecer el más violento de los tres, sostenía una palanca de hierro con muy malas intenciones, mientras los otros dos, que a todas luces parecían ser familiares el uno del otro, trataban de ahogarlo agarrándolo fuertemente del cuello para extraerle a la fuerza esa comprometida información: el lugar donde se encontraba la droga o el dinero estafado.

—¡O me dices dónde está la droga o te mataré aquí mismo y ahora, hijoputa!

Aziz, a pesar de que quería hablar, apenas podía abrir la boca. Tenía la mandíbula fracturada por varios sitios.

—¡Te lo voy a decir por última vez cabrón! —dijo el que se había mostrado más violento, un joven de pelo ondulado y media melena morena, de complexión fuerte, y con la parte de piel descubierta completamente tatuada—. ¡¿Dónde está la mercancía?!

—¡No lo… sé…! —Apenas le salía un hilo de voz al libio.

La barra de hierro zumbó antes de golpearle en la cabeza con un impacto duro que le dejó medio noqueado.

—¡Mientes! —le gritó cara a cara, mientras le escupía en el rostro.

—¡Te prometo que no la tengo yo! ¡Ha debido cogerla la policía!

—¡¿La policía?!

—¡Tengo que hacer una llamada!  —soltó a duras penas, lloriqueando, con la voz rota por el dolor causado por sus graves heridas.

—¡Llama! ¡Rápido! ¡¿Y cómo no aparezca la pasta o la droga…?! ¡Mataremos a tu mujer y tus hijos también!

Muhammad empalideció en el momento en el que comenzaron a hablar de su mujer. Ellos no sabían que no tenía hijos.

—¡Hacedme lo que queráis a mi, pero a ella no! —susurró entre vagidos—. ¡No le hagáis nada malo! ¡Os lo suplico!

—¡Déjate de historias y dime dónde está la puta droga! —señaló el gitano tatuado, levantando la palanca de hierro nuevamente—. ¡De la próxima no te levantas de la silla!

El secuestrado no acertaba con el número al que debía llamar, manipulando el teléfono con la única mano con la que podía hacerlo.

De repente lo desataron rápidamente, taparon sus ojos con un trozo de tela y a toda prisa lo trasladaron violentamente hasta el maletero de un coche. Una vez en el interior sufrió embestidas y golpes hasta que, trascurrida una hora, el vehículo se detuvo. Lo extrajeron del maletero y llevaron hasta el interior de otra vivienda.

El nuevo emplazamiento olía también fuertemente a sudor y a una mezcla de amoniaco y orina. Estaba casi vacío de mobiliario.

Una vez sentado a la fuerza en un viejo sofá pudo efectuar la llamada telefónica.

—La droga la han pillado en Italia los Carabinieri —esbozó con una voz suave, mientras le volvían a atar al sillón.

—¡Me da igual, tu vas a pagarnos lo que te adelantamos!

—¡No tengo el dinero por favor, tenéis que creerme!

—¡Entonces prepárate porque de aquí no saldrás vivo, ni tu familia tampoco!

—Pero os lo conseguiré…

—¡¿Que lo conseguirás…?! ¡¿Pero, crees que somos gilipollas?!

—¡Claro que no!

—¡Has tenido tu oportunidad, cabrón hijoputa! Deberías saber que, en este mundo, el que la hace la paga…

En ese momento, se oyó un ruido procedente de la puerta. Todos se giraron para ver quién trataba de entrar en la vivienda.

En un santiamén irrumpió violentamente en la casa una mujer de pelo rubio, sangrando por la nariz acompañada de un varón muy delgado, éste venía atado de manos. Ambos sangrando y con las ropas sucias, como de haber sido arrastrados por el suelo. Los traían de otra residencia donde los tenían retenidos.

—¡¿Qué cojones…?! —manifestó el libio.

—¡Siéntate en el suelo coño, y tú también! —dijo uno de los secuestradores a la mujer y su acompañante.

—¿Ahora qué, me crees o no? —gritó al oído el tatuado, que parecía llevar la voz cantante—. ¡Tenéis el día de hoy para devolvernos la pasta!

—¡Pero no la tengo, joder!

—¡Pues adiós hermano! ¡Hasta aquí hemos llegado! Esto os lo habéis buscado vosotros solitos.

Sin dilación los tres hombres se abalanzaron contra los secuestrados con duros y violentos golpes.

Salir de allí vivos sería todo un milagro…

 

  

Sonó el teléfono móvil del Inspector de Policía Rogelio Bonilla, Roy para los más allegados. Se incorporó del sofá donde estaba recostado, descansando. Se hizo con el terminal de encima de la mesita de comedor, y al ojearlo pudo observar que se trataba de un número oculto. En contra de su habitual manera de actuar, respondió a la llamada, a pesar de haber sido continuamente advertido por los viejos profesores de la Academia de Policía.

Estaba temporalmente en Madrid, en casa de un colega que conocía desde sus inicios en la policía, realizando un curso de Ofimática. Escribir informes era su ‘talón de Aquiles’. A pesar de ser un acérrimo enemigo de los ordenadores, tablets, o cualquier otro artefacto informático, era consecuente con su uso, dado el mundo actual en el que nos encontrábamos.

Considerado un policía a la vieja usanza, se mostraba contrario a dejar constancia por escrito de las cosas, pero partidario de establecer relaciones provechosas, aunque algunas pudieran volverse peligrosas sin un mínimo de responsabilidad y algo de cuidado. No obstante, un poli con mucho éxito en su dilatada trayectoria profesional, con un extenso grupo de contactos institucionales y callejeros, muchos de ellos choricetes activos, que le proporcionaban información de calidad y de primerísima mano.

—¿Sí? —contestó Bonilla, mirando hacia la nada, a través de la minúscula cristalera del salón.

Comenzaban a caer unas gotas de lluvia en el viejo Madrid. El sonido que producía el impacto de la lluvia en la chapa del ventanal cada vez sonaba más fuerte, retumbando como ecos reverberantes en ese pequeño ático en el que residía su apreciadísimo amigo Israel.

—¿No sabes quién soy? —respondió un desconocido, con la voz masculina, grave, de marcado acento andaluz.

—Pues no me suena —comentó Bonilla.

—¡Soy tu colega, coño! Tengo que decirte una cosa muy importante. Vas a ponerte contento cuando sepas de qué va la historia —insistió el desconocido.

Bonilla, a pesar de haber distinguido la voz de otras ocasiones anteriores, se hizo el sueco. No era la primera vez que se veía envuelto en problemas por las gestiones de sus confidentes.

—¡Ah!... Ya sé quién eres joder, ¿qué pasa tío? —exclamó Bonilla, intentando hacerle ver que no estaba muy interesado en escuchar lo que tenía que decirle. Estaba enfrascado en otras tareas que no tenía por qué explicarle, menos a un chivato.

—¿Te acuerdas del libio, ese gordo rapao que estaba casado con la gitana que le llaman «la rubia», la de la familia de los Zampones, que son de San Juan de Aznalfarache, ese mamón que intentó colarme los treinta kilos? —soltó el gitano.

—Espera, no me digas nada más por aquí —respondió a toda prisa Bonilla, silenciando a su interlocutor. Debía evitar que se extendiera en la conversación.

Al otro lado del teléfono trataba de hablar Antonio, un chota conocido en el mundillo del narcotráfico como «el niñato», por su bonita melena rizada y su desparpajo para el negocio. Excesivamente joven cuando se inició, se mostraba algo impetuoso con regularidad, casi siempre nervioso, persistente en su intento por ascender en el mundillo criminal. Había ayudado recientemente a Bonilla en un pase de dos kilos de Coca, transportado desde Málaga a Sevilla en Ave. El Inspector lo aprehendió en los mismos baños de la terminal de Santa Justa. Se apuntó, gracias a la confitada, un tanto con la detención de una chica malagueña, Ana, y su acompañante, un curtido hombre de negocios de Sevilla, Adrián, que, necesitados de cuartos, emprendieron el fatal viaje desde Málaga hasta Sevilla. Lo habían hecho con anterioridad infinidad de veces y les había ido bien. Esa vez pagaron por todas las exitosas. Ahora estaban presos.

El niñato y Bonilla se conocían desde hacía algún tiempo. Se trataba del despabilado hijo de Alfonso, al que conocían como «pingüino». El mote le iba al pelo porque se movía como ese ave, pero por las aguas del estrecho. Alfonso fue vecino de Bonilla y lo conocía desde pequeño, pero también era un conocidísimo narcotraficante de Algeciras venido a menos. Recluido actualmente en la Prisión del Puerto de Santa María, había sido detenido meses atrás en una operación en la que la Unidad Central de Estupefacientes había intervenido dos toneladas de Hachís.

—¿Qué libio? No recuerdo su nombre en este momento. De todas maneras, no digas nada por aquí y nos vemos en algún sitio y hablamos.

Sabía Bonilla que no debía seguir con la conversación. No era ni la primera vez ni la última que, en el trato con confidentes, algún colega suyo y él mismo, se habían visto envueltos en algún que otro lio.

—¿Dónde y a qué hora nos vemos? —insistió el gitano.

—Ahora no puedo, estoy fuera en unos asuntos, pero en un par de días te llamo y nos vemos ¡monstruo! Recuerda que no debes hablar con nadie del tema —le recordó Bonilla al niñato.

Esa conversación dejó intrigado al Inspector. Rascándose la nariz, mientras miraba su teléfono, buscaba el nombre de su principal colaboradora, Beatriz, mientras con la otra mano, intentaba sacar un cigarro del paquete de tabaco que estaba en la mesilla.

Ella era la subinspectora de su Grupo, segunda al mando y su más estrecha colaboradora, además de su ‘apoderada’. Una poli de las que ya no quedaban; extremeña, de treinta y tantos, delgada, casi escuchimizada, con el rostro siempre pálido y el pelo teñido de rubio por ella misma. Era una de esas madres solteras independientes, con un crio de ocho años de una fallida relación con un Guardia Civil que conoció en una operación conjunta en Barcelona. A pesar de cargar con numerosos problemas personales, era una trabajadora tenaz y perseverante.

Tenía que llamarla para que le hiciese unas gestiones antes de la cita, así que, una vez localizado su número, la llamó:

—Bea… ¿qué haces… estás muy liada? —le comentó.

—Dime Jefe. Nada que no pueda dejar para otro momento. Habla sin tapujos —respondió nada sorprendida.

No era la primera vez que recibía llamadas de su jefe a deshoras. Muchas de ellas bien entrada la madrugada o en días festivos.

—Ya sé que te habías tomado esta semana libre, pero si no tienes nada más im­portante que hacer, mañana nos vemos en Comisaría. Tengo que deciros algo sorprendente a todos.

—Vale.

—En breve me volveré a reunir con mi fuente y tiene que comentarme algo muy importante. Ponte en contacto con el equipo y que estén en mi despacho todos a primera hora de la mañana. Es trascendental —insistió Bonilla.

El Inspector llamó al guaperas a toda prisa. Apremiaba tener más datos:

—Niñato, insisto, no digas nada por aquí.

—Si.

Nos vemos en un par de días donde siempre. Espero que cumplas tu palabra y no hables con nadie más.

—Sí…, no te preocupes. Nos vemos allí en dos días.

Habían quedado ambos en una zona neutral. Al chota no le interesaba que le vieran con el Inspector, así que habían acordado con anterioridad reunirse en persona siempre que fuera un asunto relevante. Para ello habían acordado siempre, salvo que alguno de ellos tuviera algún inconveniente, la explanada trasera del estadio Benito Villamarín. Allí podían estacionar sus vehículos tranquilamente y reunirse en el interior de cualquiera de ellos, sin llamar la atención.

El día había amanecido lluvioso en Sevilla. Cumpliendo su palabra de concurrir después de la intrigante conversación, el joven gitano acudió a la cita. Se introdujo en el Audi A3 de color azul, vehículo oficial del Inspector, mostrándose muy nervioso, intranquilo, realizando movimientos y miradas para todos los lados, intentando divisar no se sabía qué, hasta conseguir cerrar la puerta y sentarse en el asiento delantero del coche.

—Tengo información sobre el tipo que buscáis. El traficante libio desaparecido. Tenemos que ser rápidos porque no soy el único que se ha enterado dónde puede estar —comentó el gitano.

—Vale, no te des tanta importancia ¡mamona!, que nos conocemos bien; tanto como si te hubiera parido yo mismo, gitano. ¡Habla claro y dime dónde coño está! —insistió enérgico Bonilla, esperando algún dato relevante, pero sin necesidad de ano­tar nada en su famosa libreta, como sí haría un novato de tres al cuarto.

—Me han comentado que lo tienen en una casa abandonada de la barriada de Torreblanca, cerca del polígono industrial La Cancela. Ten en cuenta que hay mucho movimiento por allí. No te prometo que siga vivo si tardáis mucho.

...CONTINUARÁ...